Hoy he recibido una llamada de un
número desconocido. Era mi librero favorito que me llamaba para avisarme de que
el libro que había encargado hace unas semanas ya estaba disponible y que podía
ir a buscarlo. Cuando lo encargué el tipo me dijo que como pronto lo tendría la
primera o segunda semana de septiembre porque iba a tomarse vacaciones las
últimas semanas de agosto, así que mi reacción fue de sorpresa al oírle decir
que hoy mismo podía ir a buscar el ejemplar.
Cuando llegué a buscarlo allí
estaba él, comentando una anécdota de un libro que acababa de leer con una
clienta sobre como sería si Sócrates entrara en el Congreso de los Diputados y
empezara a cuestionar la posición de los parlamentarios (sobra decir que el
solo hecho de imaginarlo es bastante cómico). Le pregunté que qué tal las
vacaciones, me contestó que bien- que las vacaciones siempre iban bien-, pagué
mi libro y salí con una sonrisa considerable.
Llevo yendo a esta librería unos
siete años y llevo siete años sintiendo curiosidad por este hombre. Un hombre
del pueblo que conoce a todo el mundo y que es conocido por todos por ser el
librero que vende libros que ha leído, que no es lo más común hoy en día.
Parece el típico hombre que me gustaría tener en las cenas de navidad, con el
que se puede entablar una conversación de horas sobre todo y nada. No sé bien
bien si me lo imagino como mi tío o como mi abuelo...
Hace siete años como mi abuelo,
claramente. Me lo imaginaba sentado en una biblioteca antigua de madera de
roble rodeado de libros con polvo, unas zapatillas de ir por casa, una bata y
una pipa. Me imaginaba pasando las vacaciones de navidad en su enorme mansión
–en la que vivía solo, por supuesto- y entrando en la biblioteca para darle las
buenas noches. Él me daría las buenas noches también y me buscaría alguno de
esos libros que dan los abuelos, como los de Julio Verne, que nunca me
gustaron, pero que si hubiera tenido un abuelo así, quién sabe...
Pero ahora me lo imagino un poco
más como un tío loco, con mucha experiencia (sobre todo entre comunistas)
contando anécdotas en la mesa de navidad que incomodan a los comensales más
conservadores. Anécdotas como dónde estaba el 23 de febrero del 81 y cómo al
ver las noticias se subió al 600 con su novia de entonces, algo de ropa,
pasaporte, el carnet del partido comunista y fueron hacia Francia por si todo
salía mal (“maldito país, siempre hacia atrás” maldiría).
No sé si estas son las fantasías
de alguien sin abuelos o de alguien que ha visto demasiadas películas, pero qué
entrañable es gastar dinero en libros si además te acompañan estas fantasías.