Kajsa preguntaba y yo no sabía qué contestar. Me preguntaba por qué le encontrabamos encanto y nos sentíamos fascinados los demás por una ciudad maloliente, caótica, rápida pero lenta a la vez y en ruinas. Visto con un poco de distancia resulta complicado responder a esa pregunta.
Llegamos a la Habana al atardecer y en el trayecto del aeropuerto al hotel no pudimos ver gran cosa pero empezaba a insinuarse un ritmo de vida que palparíamos de pleno al despertar a la mañana siguiente.
Llegamos a la Habana al atardecer y en el trayecto del aeropuerto al hotel no pudimos ver gran cosa pero empezaba a insinuarse un ritmo de vida que palparíamos de pleno al despertar a la mañana siguiente.
El aeropuerto se encuentra a las afueras del municipio por lo que con el autobús atravesamos los barrios residenciales que rodean el centro histórico. Desde el autobús pudimosver casas, muchas casas, de una o dos plantas como mucho, con verjas en unas ventanas enormes a través de las cuales veíamos familias sentadas en círculo hablando, parejas sentadas en balancines mirando el televisor, niñas saltando a la comba, mujeres cocinando y hombres hablando.
Las calles estaban llenas de personas. Algunas paseando y otras simplemente de pie, esperando que algo sucediera que bien podía ser que bajara el calor o que llegaran tiempos mejores. No importa la hora del día, en Cuba siempre hay alguien esperando. En ese momento no lo sabíamos pero esa imagen iba a ser la que nos iba a acompañar durante todo el viaje.
Al llegar al hotel, cenamos algo rápido y malhumorados y nos metimos en la cama. Habíamos llegado al aeropuerto a las siete de la tarde y no pudimos meternos en la cama hasta las doce y media.
Habíamos chocado de repente con una de las características más importantes del país. Ya nos habían advertido de la hora cubana pero nunca imaginé que un tópico iba a ser tan cierto.
Habíamos llegado a una ciudad en la que el tiempo se había detenido. Ya lo habíamos observado viendo todas las personas en forma de estatua, sentadas y de pie esperando, pero a la mañana siguiente pudimos observar que todo era igual.
Miras a tu alrededor y ves la grandeza de una ciudad de arquitectura colonial poco conservada. En Cuba hay una ley que prohibe cambiar la apariencia exterior de los edificios históricos y tal vez bajo ese pretexto o tal vez porque al no haber propiedad privada nadie se responsabiliza de nada a duras penas se reforman y una vez iniciado el proceso puede extenderse más que la construcción de la Sagrada Familia.
La primera sensación que te da la ciudad es de haber llegado a un país en ruinas donde el tiempo se ha detenido para todos menos para los edificios que no pueden disimular el paso del tiempo. Probablemente esa es la imagen con la que se quedó mi hermana de once años.
Sin embargo, a medida que pasan las horas, te ves metido en un bullicio de gente que pasea alegre por las calles, de personas que te ofrecen paseos en coche, en caballo o bicileta, que venden manís e intentan ganar algo de dinero extra o personas que simplemente pasean y llegas a adaptarte a ese ritmo.
Para mi llegó como una sorpresa. La gente que me conoce sabe que soy histérica, cuadriculada y planificadora, por lo que al llegar me sentía especialmente desorientada y estresada pero fue sentarme en la Bodeguita del Medio, tomarme un mojito y empezar a sentir un cambio en el paso del tiempo y la valoración que hacemos de él. No es nada metafísico y tampoco creo que tuviera ninguna relación con el alcohol, simplemente, no tienes ningún sitio al que llegar, nada más importante que hacer que lo que estás haciendo y logras encontrar un equilibrio bastante increible.
Acerca de la gente, no sé bien bien a qué se debe su idiosincrasia pero esa genitleza, humildad, alegría y humor te hacen cambiar de parecer. De alguna forma, al hablar con personas de la ciudad, preguntandote si estás disfrutando, diciéndote que la arquitectura es increible y que fue el mejor regalo de los españoles y que la brisa paseando por el Malecón es incomparable tu visión cambia.
Donde antes veías suciedad, ruinas, balcones a punto de caer y calor, empiezas a ver la ciudad con otro color, priopio de la tranquilidad y de la despreocupación que te embriagan.
Cuando llegas a ese punto, en el que a tu alrededor solo ves lo bueno y en el que no vale la pena mirar el reloj y te encuentras a ti mismo de pie esperando que algo pase, sabes que has logrado comprender un poquito la ciudad y de ahí el encanto viene solo.
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